Puede que haya perdido la capacidad de hilar más de dos párrafos consecutivos, pero he logrado este año algo increíble: preservar el entusiasmo.
Hoy será un rejunte de Tuits que jamás se tuitearon, pensamientos sueltos pero que no quieren pasar al olvido, como esos cajones dispuestos a alojarlo todo:
un cargador viejo de algún aparato electrónico obsoleto, un paquete de cigarrillos, una estampita de la Virgen de Guadalupe, anillos que no elegís para todos los días, un repelente para mosquitos de la temporada de Dengue, un labial vencido que no tenés el valor de tirar, billetes en moneda extranjera, una caja de mentas marca “MENTITAS”, la tarjeta de afiliación al club de fútbol de tu ex, un esmalte color violeta, unos auriculares con cable, unas llaves que no abren ya a ninguna puerta, una tarjeta que dice: “feliz cumpleaños” en una letra cursiva que fingís no reconocer.
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Ayer, viajando en el 110, hablamos con Florencia de las lealtades. Fue después de fumar un cigarrillo a la salida del taller. Fue también después de hacer declaraciones sobre los respectivos estados anímicos y de cruzarme inesperadamente con un amigo por la calle - mi deporte favorito-.
Todos tenemos lealtades que ya no sabemos bien por qué conservamos. Las cumplimos en silencio, las sentimos inamovibles.
Tengo propensión a querer hacer que todo funcione, a toda costa y sin medir las consecuencias.
En algún momento le prometí a alguna deidad que, en mi presencia, nada se derrumbaría. No contemplé en esos momentos álgidos un pequeño detalle: que no todo debe sostenerse, tiene consecuencias letales.
En estos años he intentado moldear una versión menos taxativa de mi misma, capaz de reformular las lealtades hieráticas, las que quitan oxígeno y limitan el espectro de acción. Creo que lo he logrado, pero no creas todo lo que te digo.
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Me fui cinco días a la Costa Atlántica (escribí sobre este lugar maravilloso en este envío) y llevé a cabo todos los rituales correspondientes.
Leí tirada en la arena, dormí miles de horas, reí — lloré —, contemplé el mar y caminé por la playa, miré películas malas y tuve conversaciones que me gustaron mientras tomaba mate sentada en un médano que ya tiene flores asomando. También, me acordé de cuánto me gusta este lugar que tiene mala fama por su viento frío y huracanado.
Son los médanos, la arena beige, el mar que de cerca es marrón pero de lejos tiene tintes turquesa y azul índigo. Está también ese olor que me remite a la infancia más feliz: la mezcla sutil del olor a algas, arena y mejillones; todo acarreado por un viento poderoso que llega desde lo más profundo del Océano, allá donde hay barcos piratas, sirenas, naufragios y una bravura que solo el agua puede permitirse.
El mar da paz,
pero a mi siempre me dio también un poco de terror.
Sobre todo veo poder, y con eso siempre hay que tener cuidado.
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Veo poco a mi amigo Maxi. Mis conversaciones con él por Whatsapp son de mis preferidas - va a gustarle leer esto, si es que se digna a leerme esta vez-.
El otro día hablábamos de mi viaje a la costa y le conté que la vuelta fue complicada. De Pinamar hasta Buenos Aires suelen tardarse cuatro horas en auto y yo le contaba cómo, por un combo azaroso de accidentes viales y obras para mejorar el asfalto, tardamos casi siete.
Entonces me dijo algo que constituye, para mí, el piropo perfecto: “Siento que sos una persona ideal para estar atrapado en el tráfico”.
A pesar de que él jamás ha estado encerrado conmigo en un vehículo durante muchas horas- es probable que cambie inmediatamente de opinión llegado el caso- sí pasamos juntos parte de la pandemia, cuando ambos vivíamos en el este de Londres y compartíamos caminatas largas, paseos en bici y jornadas interminables en las que intentábamos adivinar el futuro - ya lo sabrás, ninguno acertó con sus vaticinios-.
Comíamos pizza sentados en el cordón de la vereda cuando los locales solo vendían a la calle y comprábamos cervezas y algún Meal Deal de nulo valor nutricional para tumbarnos en el pasto al sol y sentir que, de alguna manera, la vida no se nos estaba escurriendo de las manos - creo que logramos el objetivo -.
El año pasado, después de una noche de tomar vino en su living me regaló el brote de una planta para que la llevara a mi casa. Reímos porque sabíamos que las chances de supervivencia eran escasas.
El lunes, cuando entré a casa después de cinco días, me encontré con la sorpresa de una hoja nueva y varias más en un estado que describiría como de “plenitud selvática”. Habíamos vuelto a equivocarnos en eso de leer el futuro.
Sentí la alegría que deviene del deber cumplido, de un proceso que finalmente da señales de que sí, el agua surtió efecto, la luz era la correcta, la ubicación la adecuada.
Si tenemos paciencia y algo de fe, las plantas y las amistades, crecen, superando inviernos, pandemias y viajes en auto que duran más de lo previsto.
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Hay días en los que dudo de todo — Inserte aquí famosa frase socrática —.
Personalmente, me cuesta “soltar” y no estoy convencida de que sea la receta para todo como a veces nos hacen creer. Tampoco disfruto cuando mi taza de café adquiere posturas ideológicas.
Algunos ejemplos de cuestiones a las que estoy aferrada y no me dejan bien parada - los peores, te imaginarás, me los guardo para mí y para quienes no tienen más remedio que descubrirlos y decidir si podrán, o no, soportarlos-:
No soy capaz de cancelar mi suscripción a los newsletters de un par de bares y cafeterías de Londres. Hace ya cuatro años que no vivo ahí pero no quiero perderme de sus promociones, ni mucho menos sentir que ellos y yo ya no tenemos nada que ver.
Todavía tengo la dirección de mail que creé en Hotmail a los 12 años, o un poco antes. Ya casi no la uso pero la considero una pieza histórica-digital.
Llevo un billete de 50 euros en mi billetera, herido ya por tanto sin sentido. Vivo a 10075 Kilómetros de Madrid y a 11,143 de Roma; pero una nunca sabe.
No puedo cerrar mi cuenta de Facebook, ¿qué pasa si necesito saber de la vida del chico que conocí por un día en ese hostel de Praga cuando tenía 21 años? No quiero arriesgar.
Ya que estamos, ¿Cuáles son las tuyas?
Nunca estoy segura de si las reliquias que conservo me mantienen a flote o están a punto de hundirme. Supongo que la historia lo dirá, como con Rose y esa tabla de madera en la que cabían mucho más que dos.
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A la playa me llevé 3 libros porque siempre creo que puedo más de lo que puedo. Solo leí uno, como imaginarás: “Una liturgia común”, de Joan Didion.
Todavía no termino y estoy enganchada, es un libro bastante diferente por la forma en la que está escrito y por como se van develando las verdades sobre los personajes, en pequeñas fracciones, entre mentiras y supuestas verdades, manteniendo a quien lee atento.
También te diré que procuraré leerla en inglés la próxima vez, la traducción no termina de convencerme y hay momentos en los que la confusión lingüística sobrepasa el poder del relato.
Te comparto un pedacito que condensa su humor, ironía y mordacidad:
Como hija de una familia de clase media en la zona templada del planeta, siempre había recibido, como algo normal, sábanas limpias, ortodoncia, chuletas de cordero, abuelos vivos, padrinos atentos, un hermano llamado Dickie, clases de ballet, información informal y oportuna sobre la menstruación y el cuidado de la cubertería de plata, así como un angelito austriaco de madera tallada en la mesilla que escuchara sus oraciones. En esas oraciones, la niña Charlotte pedía rutinariamente que “todo” saliera bien; aunque aquel “todo” era exhaustivo y nada específico.
Llegué a Didion por casualidad, cuando en algún momento empecé a leer y escuchar a quienes tuvieran algo que decir sobre el duelo. Entonces encontré “El año del pensamiento mágico” y me encantó. No sabía que iba a toparme con una voz tan propia, retadora y picante.
Encontré dos cosas que disfruté leer y quiero compartirte. La primera es en inglés — intenté traducirla pero el resultado no fue bueno —, y se trata de una reseña que escribió para The National Review sobre el libro Franny y Zooey de J. D. Salinger. Dejo solo un pedacito en español pero podés leerla completa en inglés acá:
“Para cualquiera que alguna vez se haya sentido sobreexpuesto al mundo, a cualquiera que alguna vez haya albergado odio en su corazón hacia los name-droppers, los que escriben papers sobre Flaubert, hacia los que comen patas de rana, todo esto tiene un cierto atractivo seductor; hay un tipo de encanto adormecedor al ser asegurado, en esa deslumbrante prosa de Salinger, que los nervios a flor de piel, la resaca urbana, la propia monstruosidad, no son en realidad monstruosidad, sino más bien una especie de noche oscura del alma; hay algo muy atractivo en que te digan que uno encuentra la iluminación o la paz mediante algo tan eminentemente dentro del ámbito de lo posible”
La otra, es un ensayo de Betina González que me me gustó mucho y tal vez disfrutes también: “La crítica y el apocalipsis de la sensibilidad”.
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Últimamente encuentro en Substack más y más newsletters en español escritos por personas que viven en todas partes del mundo. Tengo la sensación de que podríamos tomarnos un café cualquier día, reírnos muchísimo e intercambiar un par de secretos. Algunos que vengo leyendo son: Alas, Claudia Cuevas, Ombligo, Desde mi Balcón, Grupo de Whatsapp.
Gracias como siempre y hasta el próximo jueves 🔥
estoy disfrutando muchísimas leerte :’) y sonreí como niña cuando me vi incluida en tu lista 🫂
sobre lo que no soltamos:
en una parte de la pared de mi cuarto en casa de mis papás - cuarto en el que crecí desde los 8 años - tengo muchísimos mensajes escritos con plumón por amigas que tuve/tengo 🥹 algunos de los mensajes ya ni se alcanzan a ver. el mensaje más viejo viene con la fecha noviembre 2010 y fue una amiga que hace muchísimo tiempo no veo y honestamente no sé mucho de su vida.
me rehuso a pintar sobre esa pared de la misma forma en que me rehuso a fingir que he soltado a esa versión de mí, esa etapa de mi vida, esas amigas.
hay cosas que no se sueltan, se sostienen de otra manera 🖤
un abrazo fuerte!
Me transportaste a mi Mar del Plata natal por un momento.
Por otro lado, te confieso que yo mantendría abierta y en observación mi cuenta de hotmail si en algún momento no hubiera olvidado la contraseña y la cuenta hubiera desaparecido. Cada dos por tres me meto en blogs interminables intentando recuperarla. La última vez: la semana pasada.
Con tantas mudanzas a cuestas se podría decir que debería haber aprendido a soltar pero no es del todo cierto. Para pruebas: el otro día me compré unas cajas nuevas para guardar mejor mis diarios íntimos de la infancia, cartas de entonces y de después, fotos de toda la vida, papelitos varios...
Qué lindas tus newsletters siempre...