Me fui a Mar del Plata en micro un lunes a la mañana y volví a casa el martes a la tarde (si me leés desde otro país, le decimos micro al bus 🚌). Es decir, estuve 24 horas en la ciudad apodada como “La Feliz”, lugar con el que tengo historia y en el que veraneé gran parte de mi infancia.
Esto también significa que pasé 10 horas - 5 de ida, 5 de vuelta - mirando por la ventanilla de un vehículo en movimiento: mi actividad preferida por excelencia.
A la ida, el lunes, escuché música y seguí leyendo “Temporada de Huracanes”. Te preguntarás si de verdad leo tan lento y la respuesta es que sí, pero igual me funciona. La escritura de Fernanda Melchor no deja respirar, es explícita; juega cómoda con la jerga mexicana y cuenta lo que pocos saben contar, sin caer en el escándalo o la simplificación:
“Y Brando nunca se había reído tanto en toda su vida, al grado de verter lágrimas histéricas y de tener que sujetarse de las paredes y de sus amigos para no caer al piso, con el cerebro arrebolado por la mota y la cerveza y el vientre adolorido de tanto carcajearse del espectáculo que ofrecían las locas, la legión de maricas, vestidas y travoltas venidas de todos los rincones de la república nomás a desatarse al famoso carnaval de Villagarbosa, a jotear libremente en las calles del pueblo embutidas en apretadas mallas de ballerina, disfrazadas de hadas con alas de mariposa, de sensuales enfermeras de la Cruz Roja, de porristas y gimnastas musculosas, policías manfloras y gatúbelas ventrudas con botas de tacón de aguja; locas bien locas vestidas de novia persiguiendo a los muchachos por los callejones; locas bufonescas con nalgas y tetas gargantuescas tratando de besar a los rancheros en la boca; locas empolvadas como geishas, con antenas de alienígenas y garrotes cavernícolas (…)”.
A la vuelta, el martes, olvidé cargar mis auriculares y dejé mis libros en la valija por accidente, así que me dediqué exclusivamente a contemplar la llanura durante cinco horas completas en silencio total.
Cualquier viaje largo en micro puede ser un ensayo de retiro espiritual si nos toca el asiento de la ventanilla.
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La Costa Atlántica 🌊
Veranear en la costa atlántica te forja el carácter.
Nada impide el disfrute: ni el viento huracanado ni el agua helada. Llegamos a la playa y abrimos la reposera multicolor como si las condiciones fueran idóneas. Tenemos la determinación de disfrutar y así sucede.
Si el pelo es largo, lo atamos para evitar nudos imposibles a la noche. Si jugamos a las cartas las clavamos en la arena para que el ancho de espadas no se pierda, impidiendo para siempre una victoria gloriosa en la última mano del truco.
Sabemos que si comemos un sándwich de milanesa, la arena estará incluida y procederemos a triturarla con los dientes como si no notáramos que estamos destruyendo una diminuta piedra milenaria con los molares. Delicias del Atlántico Sur.
Cuando preparamos el mate lo hacemos resguardándonos de las ráfagas que fingimos no notar, porque sabemos que la yerba corre peligro durante el armado. Prender un cigarrillo es casi una misión imposible y requiere, casi siempre, de cuatro manos: dos propias, dos amigas.
Todo está bien en la Costa Atlántica, por decreto cósmico y acuerdo colectivo nacional. Desplegamos la reposera y nos entregamos por completo a las vicisitudes del clima y del ánimo. La canción de Juan y Juan lo explica mejor que cualquier universidad:
🎶 En Mar del Plata no tengo problemas
Si no hay más camas me acuesto en la arena
No uso saco, no uso corbata
En Mar del Plata soy feliz 🎶
Conozco Mar del Plata aunque no recuerde los nombres de las calles ni sepa ya a dónde conviene ir a comer. La conozco porque es muy mía, aunque haya olvidado los detalles y no nos veamos seguido, similar a lo que pasa con algunas amistades de la infancia.
Guardo con cariño los souvenirs que vaticinan el clima cambiando de color, las tobilleras de verano, los tatuajes de henna; los romances platónicos, los licuados de frutilla y banana y las noches de frío con la piel roja por un sol que, más temprano, logró su cometido de arrebatarnos.
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Llorar en lugares - La revista que no querés comprar
Lloré en clase, en el colectivo, caminando por Avenida Cabildo. Lloré y no te diste cuenta porque nunca te dabas cuenta, o sí, pero no te importaba. Lloré antes de las 9 de la mañana y después me reí porque me pareció demasiado temprano para tanta intensidad.
Pensé que iba a llorar cuando tuve que presentarme en el taller pero por suerte no pasó. Lloré encerrada en el baño mientras todos se divertían en el living y cuando salí lo resolví fácil: tengo alergia (bendita alergia). Casi siempre prefieren hacer como que me creen.
Lloré antes de una reunión por Zoom y volví a poner una excusa porque la cara esta vez también me delataba. Lloré en el cine comiendo pochoclos dulces y en el casamiento de unos amigos. Lloré en un entierro, pero ahí lloraban todos.
Alguien me dijo hace un tiempo que pensó que yo no lloraba y me pareció ridículo porque soy una especialista en llorar siempre, en casi todos lados, por casi cualquier motivo.
Lloré porque vi a un señor parecido a mi abuelo en el subte - la boina marrón, la campera beige- , lloré porque me acordé de lo que me dijiste, lloré porque el día iba pésimo. Lloré porque vi el esfuerzo de un papá por hacer feliz a su hija. Lloré porque no alcanza.
Lloro en todos mis cumpleaños, sin excepción y casi siempre cuando nadie me ve. Lloro mandando audios por Whatsapp, a veces los borro, a veces no.
El otro día fui a un café en Villa Crespo y dos chicos que parecían en una primera cita hablaban sobre ese inevitable deporte nacional: llorar un rato en el baño de la oficina. Seguro se fueron juntos después.
Hasta el próximo jueves 🔥
En la Costa Argentina, el agua es helada, pero helada. A pesar de eso, tengo como ritual, llegar a la playa y mojar inmediatamente los pies en el agua. Es como si mi energía se renovará automáticamente o mis recuerdos de la niñez florecieran desde lo más profundo de mi ser.
Espero que en algún momento hagan el tren bala a Mardel.
Lloro en el subte leyendo que llorabas viendo a alguien parecido a tu abuelo