Iñaki, mi profesor de hockey de la secundaria, tenía una dificultad ontológica para recordar mi nombre. Lo intentaba con obstinación, con entusiasmo y seguridad. No claudicó durante los cinco años que me tuvo de alumna.
Es difícil ver a alguien fallar sistemáticamente.
En los vasos de Starbucks siempre soy otra persona. Lucía, Ludmila, da lo mismo. Soy todo menos lo que de verdad soy - LuciLa-, como el primer mes en un trabajo nuevo. ¿A quién le importa de todas formas?
Soy la primera de tres hijos, la hija mayor, la primera nieta. Imagino a mis padres ilusionados, escogiendo de un repertorio casi infinito el nombre perfecto para su primogénita.
¿Qué hubiesen hecho de haber sabido que casi todo el mundo pasaría por encima de esa curaduría amorosa?
Mamá, papá, a todos les da igual el nombre que han elegido para mí.
En los mails han profanado mi nombre de mil maneras. En el carnet de mi seguro de salud fui Lucía por casi cinco años, igual me enfermé e igual me curaron.
Un día dejé de corregir a los despistados. He mantenido conversaciones de horas, relaciones de meses, con personas que pensaban - tal vez aún piensan - que mi nombre es Lucía.
He experimentado un desapego forzado debido a la incapacidad de taxistas, bartenders, jefes, conocidos y médicos de comprender - tal vez por causa de mi mala dicción o la falta de interés que nos azota como sociedad - un nombre sencillo y sin grandes pretenciones.
Hay un abandono que viene con dejar ir la palabra que te nombra. Si repetís tu nombre muchas veces mirándote al espejo pierde total sentido. ¿Importa o no importa?¿Debería simplemente dejarlo ir?
Algunas veces, cuando alguien me dice “Lucía”, alguien hace el trabajo por mí: “es LuciLa, con L”. Yo despliego mi coreografía: no pasa nada, es lo mismo, no te preocupes.
Cuando viví en países de habla inglesa he sido Lucy, porque es más fácil y yo siempre, ante todo, busco no generar inconvenientes. En España suelen llamarme por mi nombre de pila completo, “Lucila”, lo que en Argentina equivaldría a que esa persona está muy enojada conmigo. Suele reservarse para situaciones puntuales, una bala que no debe malgastarse.
Algunos días soy Lucilla, otros Lucía, Luisa o Lucilia (una clienta me llamó así durante 2 años). También se han atrevido a llamarme Luciana, alejándonos de la similitud fonética y adentrándonos en el pantanoso terreno de la creatividad.
Cuando te despojan de tu nombre verdadero todo se vuelve posible. Luciana es menos tolerante que Lucila, a Lucía le da igual todo y de Lucilla no he escuchado buenas cosas.
Después de todo, a quién le importa cómo me llamo.
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El árbol que se ve desde mi balcón está totalmente florecido. Voy a serte sincera, en invierno es bastante desmoralizante verlo pelado, hecho una figura de palitos con las ramas aparentemente resecas, muertas. Puede ser difícil observar con paciencia las transiciones, las propias y las ajenas. Verlo frondoso es una señal de vida que agradezco.
Dentro de muy poco tiempo llega Carla a Buenos Aires y hay mil planes. En dos semanas me voy a Bariloche con un grupo de gente que no conozco a trabajar y mirar el Nahuel Huapi y Caminar por senderos montañosos. A absorber el aire del sur como si de eso dependiera mi vida – tal vez así sea –.
Más adelante, se casa Andrea en Guatemala, y volveré al lugar a donde nació este newsletter. Después de eso no tengo idea de qué sigue. Tener planes a largo plazo se siente extraño después de haber comprobado que todo puede detenerse de la noche a la mañana y al año le quedan cada vez menos días.
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Mi foto de perfil de Substack fue tomada en Hackney, Londres, en el año 2021. La cocina en la que estoy sentada pertenece a Ann, la mujer canadiense a la que le alquilamos dos habitaciones con Milagros y que pasó mitad de su vida en Seúl enseñando inglés. La mía estaba en la planta baja y tenía un baño propio, un lujo para cualquiera que conozca la configuración habitacional de esta ciudad.
Ese día Edgardo vino a almorzar y cociné salmón con espárragos, algo que no sucede casi nunca porque cocinar no está en la columna de cosas que me gustan o me salgan particularmente bien.
Compramos un vino, seguro uno barato, y comimos de postre chocolate Lindt. Le dije “sacame una foto de escritora”, se río y me sacó un par.
Supongo que ya estábamos un poco borrachos, en el punto justo en donde hablamos de todo, aunque para eso no necesitemos alcohol. El cuadro que sale atrás de la foto sugiere algo con lo que estoy de acuerdo: be kind (sé amable).
Después, le saqué un par a él, en donde sale divino, porque tiene esa forma de sonreír y de mirar que generan cercanía instantánea. Como me pasa siempre, no me acuerdo de cómo nos hicimos amigos.
Edgardo fue un hallazgo londinense que me guardo para siempre, el Tico con el que tuve las conversaciones eternas, el viaje a una isla desierta en Grecia, mi último día en UK saltando encima de mis valijas para que todo cupiera y su frase demoledora: Lula, esto no entra, tenés que sacar cosas, no tengás miedo de dejar.
Edgardo tiene una forma dulce de relatar la vida y cuando terminé en un quirófano en San José, Costa Rica – otro día te cuento de esta “aventura”– me cuidó como si fuese un hermano. De él aprendí por primera vez el Mae y el Pura Vida, el Rajado y esa manera diplomática de resolver casi todo.
Durante el tiempo que pasé recuperándome en San José, hicimos paseos suaves, que mi abdomen recientemente abierto pudiese soportar. Fuimos a ver un lago en la cima de un volcán pero una nube densa tapaba la vista por la que habíamos manejado un buen rato.
Volviendo al auto nos encontró una tormenta tupida que nos empapó. Reímos como necesitábamos reírnos, fuerte, por horas, amenazando mi herida recién cosida pero rescatando mi ánimo maltratado de manera heroica.
Otra vez, asustada en Santa Teresa por un rugido infernal que me había dado escalofríos, le escribí.
Edgardo, hay Jaguares en Santa Teresa?
Sí, pero es muy raro verlos.
Creo que escuché un Jaguar, tengo miedo.
Y entonces mi amigo, paciente y dedicado, procedió a enviarme audios de distintos rugidos a lo largo y ancho del reino animal para ayudarme a descubrir que lo que había escuchado mientras andaba en cuatriciclo entre la tupida vegetación y la playa, no había sido un jaguar sino un mono aullador.
Desde ese entonces, cuando veo algún turista temeroso de ese rugido desproporcionado y para nada congruente con la fisionomía de estos monos madrugadores, sonrío. Me acuerdo del pánico que sentí y de cómo Edgardo investigó el asunto hasta resolverlo, oficiando una especie de bautismo selvático que sería el comienzo de muchas otras historias.
Aunque vivamos lejos, me manda de vez en cuando esas cosas que mandan las tías por Whatsapp. También audios eternos, que escucho mientras cocino o limpio la casa, que me llevan a esa cocina londinense y a mil noches juntos del otro lado del Océano. Les deseo a todos un Edgardo que los cuide e investigue rugidos salvajes; y que les diga cuando sea necesario ir con la valija más liviana.
Hasta el próximo jueves 🔥
Me encantó Lucila!
"En España suelen llamarme por mi nombre de pila completo, “Lucila”, lo que en Argentina equivaldría a que esa persona está muy enojada conmigo. Suele reservarse para situaciones puntuales, una bala que no debe malgastarse." - Desde que vivo en España he cimentado una nueva relación con mi nombre y, sí, que extraño y hermoso es escucharlo sonar completo, correcto y sin tono de enojo.
Me encantó este texto Lucila ❤️ (O Lu porque soy argentina y sí, decirte así se siente como una cagada a pedos jajaja)
Siempre fui muy cuidadosa con los nombres, con como se pronuncian y como se escriben. Desde que era muy chica. Siempre tenía cuidado de como nombrar al otro, en especial si sabía que habían formas que no le gustaban. Por ejemplo, una vez conocí una chica que se llamaba “Martina” y la costumbre como sabemos todos es decirle “Marti” pero un día mientras estaba en Twitter leí un post de ella que decía que odiaba que le dijeran así, que ella se llamaba “Martina”. Entonces siempre que la veía y me tocaba saludarla la llamaba por su nombre completo, como a ella le gustaba.
Hace un tiempo leí una nota o un blog (no recuerdo bien) en donde la persona contaba sobre la importancia de que los otros nos nombren, que sepan reconocernos por medio de esa palabra que nos identifica. Y ahí comencé a darle más importancia a ese hábito que se había creado de la nada.
En lo personal, como me llamo “Ana Paula” nunca soy la misma para todos. En algunos lugares me dicen “Ana” en otros “Paula” y la infinidad de diminutivos o arreglos del nombre para que suene más cercano. En ámbitos más formales soy con mi nombre completo.
Toda una aventura diaria los nombres jaja.
Te mando un abrazo, Ana.