Finlandia tiene uno de los inviernos más largos del mundo. Esto no lo digo yo, lo dice internet.
Pero el invierno de Argentina, Buenos Aires, el de la esquina de mi casa, concretamente el del monoambiente en el que vivo, dura más que cualquier invierno nórdico porque es el mío; el que conozco y el que me toca tolerar con bufandas inútiles y capas de ropa que no logran protegerme jamás.
El invierno argentino es largo, esto lo digo yo. Tuve gripe por vez número mil en este agosto desgraciado que me tiene rehén junto al resto de los habitantes del hemisferio sur. La voz ronca, los ojos llorosos y del otro lado lo veo todo por Instagram: playa, pieles brillantes con bronceador, cervezas heladas, amigos, amantes, calas y libros que sólo emergen cuando el tiempo libre es mucho. Anhelo la justicia cíclica.
Además, no me llevo bien con hacer reposo – qué novedad, qué unicornio millennial – y el frío me lastima el optimismo. Deseo una semana entera de temperaturas por encima de los 17 grados, salir con poca ropa a la calle, improvisar y volver de noche pero que todavía haya luz.
Pero dejando de lado la frustración estacional y los antigripales — seguiría quejándome pero no quiero que me abandones—, finalmente mi madre se mudó.
Esto significa que he perdido acceso a mi casa de casi toda la vida. El lugar en donde crecí e imaginé tantísimas cosas que luego sucedieron – y otras que no, muchas que no –, en donde lloré desconsolada por cuestiones que aparentaban ser insuperables y hoy ya no recuerdo, en donde me escabullí con algún novio y de donde me fui cuando empecé a viajar por todos lados, sin una casa propia ni demasiadas responsabilidades.
La casa que fue la casa de mis amigos y mis primos, las paredes que contuvieron las vidas de tantas personas que hoy habitan lugares propios, en otros barrios y otros países.
Extrañamente no sentí demasiada melancolía, sino más bien alivio y gratitud, ese combo característico de las etapas cumplidas cuando ya hemos hecho todo lo teníamos que hacer — lo fácil, lo difícil, lo terrible—.
En algún punto comienzo a darme cuenta de que necesito desprenderme de varios tesoros – son hermosos, pero pesados y complicados de mantener–. Tal vez sea la consecuencia de haber tenido que enfrentar una cantidad astronómica de papeles, cartas, libros, souvenirs, fotos y piedras que no debí llevarme de su lugar original — lecciones que aprendí tarde —.
También, hace unos días, pasé accidentalmente por la puerta de la casa de alguien que fue muy especial. Una casa de la que tuve llaves, donde en algún momento fui feliz y, más tarde, creía serlo. Tampoco sentí turbulencias.
Tal vez no necesite hacer de cada historia, esquina o romance un imán en mi heladera o un monumento psíquico lleno de ofrendas. Creo que me cansé de acumular.
Será que el frío amortigua mi tendencia natural a querer acapararlo todo: el pasado, el presente, el futuro. Ahora tengo espacio para poco; y tengo claro que sí hay que elegir, elijo siempre lo de hoy. Extrañar puede ser lindo, pero rara vez es algo liviano, requiere de paciencia y dedicación.
Estoy inquieta, quiero que llegue la primavera – por si estos párrafos quejosos no lo han dejado del todo claro –, hacer grandes planes y también otros pequeños. Quiero desaparecer unos días en una cabaña y leer mil libros, obsesionarme con algún pájaro, tomar mate sentada sobre el pasto como si se tratase de un rito de paso.
Me gustaría festejar porque solté un poco más; concretamente y lejos de las metáforas, una veintena de cajas repletas de COSAS.
*
A
lo conocí este año en Madrid, la noche que presentamos el libro de en Casa Brava, cuando la vida se sintió como una película por un rato.Dando vueltas por Substack, vi que había vuelto a escribir en esta plataforma después de algún tiempo. Leí su último envío y me gustó lo que encontré. Dice:
Intenté explicarle que la quería con consecuencias de Tupamaro. Digamos, de romance guerrillero. De acabar preso, y estraperlear en las visitas versos escritos en papeles de fumar con destino a que ella liase su tabaco en mis palabras, que se fumase mi lengua y mi lenguaje, que aquí dentro desfallece. No sé si pararía una bala por ella, sé que pararía dos.
Me gustó por dos cosas — en realidad, por varias, pero vamos con estas dos—. Primero, porque me hizo acordar a un libro de Isabel Allende que leí hace varios años y disfruté mucho, Eva Luna.
En el libro, la protagonista se enamora locamente de un guerrillero — anteriormente jefe de una pandilla callejera —, Huberto Naranjo o el Comandante Rogelio:
Me llamo Eva, que quiere decir vida, según un libro que mi madre consultó para escoger mi nombre. Nací en el último cuarto de una casa sombría y crecí entre muebles antiguos, libros en latín y momias humanas, pero eso no logró hacerme melancólica, porque vine al mundo con un soplo de selva en la memoria.
Isabel siempre me pareció una escritora curiosa y admirable. Me gusta su estilo, me gusta cómo habla de querer a quienes quiere, como construye familias y universos barrocos y que empiece a escribir todas sus novelas los días 8 de enero, fecha en la que casi accidentalmente empezó a escribir La Casa de los Espíritus – me gustan las personas que mantienen alguna tradición–.
El segundo motivo por el que me gustó el texto de Juanjo es porque me enseñó una palabra que desconocía– vaya regalo –, “estraperlear”. Tuve que googlearla; dice:
“Negociar con productos de estraperlo.”
La respuesta no me dejó satisfecha y busqué un poco más, al menos en Argentina, esta no es una palabra común. Busqué esta vez “Estraperlo”:
“Fue a raíz del caso Straperlo de 1935 que la palabra “estraperlo” se empezó a usar en castellano para referirse a chanchullo, intriga o negocio fraudulento. Posteriormente, ya en un contexto de posguerra, el significado de la palabra derivó a lo que comúnmente entendemos hoy por estraperlo, es decir, a comercio ilegal de artículos intervenidos por el Estado o sujetos a tasa.”
Leí un par de veces la definición para incorporarla y me guardé esta palabra nueva que encontrarás entretejida en algún futuro envío y sabrás que le pertenece a Juanjo, que se enamoró en algún lugar de América Latina y, al escribirlo, me regaló sin saberlo la capacidad de nombrar algo que antes no tenía nombre.
Como la canción de Drexler que habla del amor que se da y se devuelve, pero no necesariamente de la manera en la que imaginábamos: recíproca, lineal, de yo te gusto y vos me gustás; sino con algunos giros en la trama. Creo, como él, que así es como funciona:
El vino que pagué yo
Con aquel euro italiano
Que había estado en un vagón
Antes de estar en mi mano
Y antes de eso en Torino
Y antes de Torino en Prato
Donde hicieron mi zapato
Sobre el que caería el vino
Zapato que en unas horas
Buscaré bajo tu cama
Con las luces de la aurora
Junto a tus sandalias planas
Que compraste aquella vez
En Salvador de Bahía
Donde a otro diste el amor
Que hoy yo te devolvería
Hasta el próximo jueves 🔥
P.D: Somos cada vez más personas en Un Fuego 🔥 Gracias por llegar hasta acá y si te gustó algo de lo que leíste no te olvides de compartirlo con quien quieras 🔁 ❤️
"Tal vez no necesite hacer de cada historia, esquina o romance un imán en mi heladera o un monumento psíquico lleno de ofrendas. Creo que me cansé de acumular." LISTO CERRAME LA OCHO.
Y Torino ❤️, ahi vivi un año. Amarla.
“Una casa de la que tuve llaves”. No me hagas esto Lu 🦩. Buenísima!