“Eres responsable para siempre de lo que has domesticado”
- El Principito
Lloré en la góndola de lácteos del supermercado porque no encontraba lo que necesitaba aunque, supongo, lloré por cansancio y frustración; por haberme topado con un par de límites de esos que son inamovibles.
Estas semanas quise y no pude.
Hay lecciones que nunca termino de aprender, que me dejan parada mirando la montaña enorme de cosas que no sé ni domino, que no puedo desenredar. Las que me derrotan todas las veces y me dejan tirada en el piso.
Esas lecciones volví a aprender estas semanas.
No son cuestiones complejas ni tengo algo sabio para decirte: son todas cosas que ya sabemos.
Eso es lo más doloroso de estos aprendizajes recurrentes; que son sencillos e intuitivos y, aún así, se nos escurren y tenemos que golpearnos muchas, muchísimas, veces para incorporar el concepto más simple del mundo: que todo no se puede.
Me molesta aceptar que nunca seré atleta olímpica o una reconocida cantante de ópera. Algunas noches, cuando no puedo dormir, me enoja no haber empezado a estudiar alemán a los diez años ni haber formado una familia en un país lejano con alguien que no hable mi idioma. No me gusta aceptar que hay caminos que ya dejé ir.
Hay algo infantil en aferrarme a vidas que a esta altura son absolutamente inverosímiles y calculo que es hora de asumir que no seré casi nada en esta vida, pero seré muchas otras cosas, que tal vez no tengan nombre - todavía- ni salgan en ESPN - aunque tal vez te sorprenda-.
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El otro día me crucé con un posteo de
que tituló “Un hospital es un tipo de invierno muy concreto”; y me pareció una descripción tan certera que tuve que entrar a leer:“Cuando vives en un hospital, empiezas a conocer a los otros. Los otros son personas que también están allí. Es como si estuvieras atrapada en una especie de oasis temporal en el que el cuerpo te grita y demanda tu atención. Todo se para a la fuerza. Lo quieras o no. De repente una se vuelve más creyente y reza. Reza por una misma y por los suyos para que se pongan bien.
A veces te encuentras con algunas médicas simpáticas, con algún que otro médico que no lo es tanto, enfermeras y celadores. Toda una orquesta de los cuidados en la que cada integrante cumple su función.
Un hospital es un tipo de invierno muy concreto. Hay que pasarlo (como el oso cuando hiberna).”
La semana pasada, mientras cruzaba la calle cerca de mi casa, me acordé de ese invierno que atravesé hace algunos meses, de cuando estaba en una cama de hospital deseando estar en otro lado: en casa, aburrida, yendo a tomar un café con un libro en la mano, teniendo un día ordinario, de esos que antes me sabían a poco y desde esa habitación me parecían la panacea. Extrañaba la sensación de ponerme un jean, que el sol me pegara en la cara, poder decidir a dónde quería ir y simplemente…ir. Ese es el tipo de frío que no se quita con un suéter.
Me habían hablado muchas veces de la importancia de tener perspectiva, de valorar lo simple, de ser agradecida. Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Nunca fueron eufemismos, pero ninguna advertencia fue suficiente: tuve que pasarlo por el cuerpo para entender lo que tantas personas predicaban a los gritos. Tuve que pasarlo por el cuerpo para entender que no se trataba de una postura agradable o diplomática, sino de una verdad brutal. Después de pasar ese invierno - corto, por suerte- muchas cosas cambiaron para mí, algunas que todavía estoy descubriendo.
Tal vez como resultado de eso, este año estuve aprendiendo ‘cosas pequeñas’. La verdad es que el término no me convence, sobre todo porque no aplica a todas las cuestiones que intenta agrupar. De hecho, algunas son enormes, importantísimas, pero no se las reconoce como tales porque las damos por sentado.
Las cosas pequeñas son cosas que la mayoría de la gente de mi edad ya sabe hacer. Creo que casi todos nos salteamos algo mientras crecimos - lo hayamos detectado aún o no - son como huecos en la matrix, recetas que no nos llegaron, información que nos esquivó. Estas son algunas de las ‘cosas pequeñas’ de mi lista: cocinar algo más que un huevo duro, entender para dónde sube y para dónde baja la numeración en las calles, saber elegir la fruta, descifrar por dónde sale y por donde se pone el sol, desentrañar cómo funciona un gimnasio, comer cuando tengo hambre.
Este año me di espacio para revisar mis espacios blancos. Darme tiempo para aprender lo que necesitaba se sintió como tomar agua después de muchas horas de sed. Un alivio enorme, un acto imperativo.
*
El otro día un amigo me dijo que extrañaba despertarse al lado de alguien, dormir abrazado con otra persona y compartir una mañana.
Me pareció valiente que lo dijera. Muchas personas desean en silencio - no sé si esto sea necesariamente algo malo-.
Hablamos un rato sobre tener más de treinta y no estar en pareja, sobre esas listas estériles de Pros y Contras, de ejemplos ajenos, amigos de amigos, un par de casos de éxito y otros que serían buen material para una serie de HBO.
Yo me quedé pensando en sus ganas de ser alguien especial para alguien. Me pregunté también por las mías - otro día te cuento la respuesta-. Recordé la conversación en la que el Zorro le ruega al Principito que lo domestique - palabra que me choca y me fascina a la vez-.
El Principito, confundido, le pregunta de qué se trata y en qué consiste la domesticación. El Zorro le habla entonces sobre el lento proceso de convertirse en alguien único para otra persona, de la paciencia que requiere y de la alegría de cada reencuentro.
—¿Qué significa “domesticar"? —volvió a preguntar el principito.
—Es una cosa ya olvidada —dijo el zorro—, significa “crear vínculos..."
—¿Crear vínculos?
—Efectivamente, verás —dijo el zorro—. Tú no eres para mí todavía más que un muchachito igual a otros cien mil muchachitos y no te necesito para nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo...
—Comienzo a comprender —dijo el principito
Y sigue el Zorro:
Si tú me domesticas, mi vida estará llena de sol. Conoceré el rumor de unos pasos diferentes a todos los demás. (…) Y además, ¡mira! ¿Ves allá abajo los campos de trigo? Yo no como pan y por lo tanto el trigo es para mí algo inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada y eso me pone triste. ¡Pero tú tienes los cabellos dorados y será algo maravilloso cuando me domestiques! (…).
El zorro se calló y miró un buen rato al principito:
—Por favor... domestícame
Después, habla de la preparación, la expectativa, la constancia y los ritos:
—Hubiera sido mejor —dijo el zorro— que vinieras a la misma hora. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde; desde las tres yo empezaría a ser dichoso. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. (...) Pero si tú vienes a cualquier hora, nunca sabré cuándo preparar mi corazón... Los ritos son necesarios.
—¿Qué es un rito? —inquirió el principito.
—Es también algo demasiado olvidado —dijo el zorro—. Es lo que hace que un día no se parezca a otro día y que una hora sea diferente a otra.
Cuando de chica volvía del colegio me gustaba saber que en casa estaba mi abuelo porque significaba que me esperaba listo un sandwich de pollo hecho con pan francés mojado en un jugo de limón delicioso. Caminaba esas ocho cuadras entusiasmada. Los días de frío sabía que a la mañana recibiría un llamado de mi abuela Zulema para advertirme lo que yo ya sabía: había bajado la temperatura y tenía que abrigarme; dicho por ella era mejor.
Cada sábado mi papá me escribe para preguntarme si puedo almorzar el domingo: sé que va a llegar su mensaje y que al otro día me espera. Cada sábado me siento afortunada.
Me gusta la gente que hace de su cumpleaños un clásico anual para todos sus amigos y que existan fechas sagradas que tengamos marcadas en el calendario; que sobrevivan apodos de los que ya nadie recuerde el origen y que los fines de semana me despierte el olor a café que alguien ya está preparando. Saber que si cuento la misma anécdota de siempre, del otro lado habrá risas como la primera vez, como un baile que tiene instrucciones precisas pero fluye de manera natural.
Hay belleza en la anticipación de lo que amamos.
Que suceda exactamente lo que esperamos es otra forma de sentir que todo lo que amamos nos ama también. Supongo que estoy domesticada.
Me pregunto si es posible o deseable no ser domesticados. El Principito tiene un diálogo descarnado con las rosas que no son su rosa - esa que lo ha domesticado- :
—No son nada, ni en nada se parecen a mi rosa. Nadie las ha domesticado ni ustedes han domesticado a nadie. Son como el zorro era antes, que en nada se diferenciaba de otros cien mil zorros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo. (...) Cualquiera que las vea podrá creer indudablemente que mí rosa es igual que cualquiera de ustedes. Pero ella se sabe más importante que todas, porque yo la he regado, porque ha sido a ella a la que abrigué con el fanal, porque yo le maté los gusanos (salvo dos o tres que se hicieron mariposas ) y es a ella a la que yo he oído quejarse, alabarse y algunas veces hasta callarse. Porque es mi rosa, en fin.
Nos vamos volviendo indispensables, reconocemos los colores de quien es único para nosotros en territorios lejanos, no nos da lo mismo su risa que otra risa y reaccionamos al sonido de su voz como un perro entusiasmado. Esperamos vernos con ansias, nos molesta especialmente su defecto, nos encanta que se acuerde de nuestra cosa preferida y que nos busque con la mirada cuando dice algo malicioso porque sabe que entenderemos la gracia, conocemos bien su caligrafía en desuso. Nos volvemos únicos y ojalá no lastimarnos.
Hasta el próximo jueves 🔥
Sos una genia, me llevaste a mi infancia con el principito y a descubrimientos tardíos, como cuando ves una peli de nuevo y tenes otra perspectiva! Amo los jueves
Primera vez que te leo. Me has conquistado. Gracias.