Estuve en muchos lugares.
Pero nunca en Añatuya, Nogoyá o Latacunga.
El año pasado camino a Chaco, en el mes de noviembre, paramos a la altura de Mercedes, Corrientes, en donde está el santuario del Gauchito Gil –según Chat GPT: “una figura legendaria del folclore argentino, considerado un santo popular por miles de personas”–.
Joaquín compró una vela y la prendió. Otros, decidieron quedarse en el auto, preferían no participar de rituales paganos.
Yo hice lo que hago siempre: bajé para ver pero miré de lejos; y me llevé una estampita que guardé en el bolsillo trasero de mi pantalón.
Después de ese viaje vino el tsunami, pero creo que sería injusto adjudicárselo a las cintas rojas y las velas. La turbulencia, como casi siempre, fue cuestión humana.
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Escuchamos a una chica recitar poesía. Estamos en un pabellón rodeadas de gente vestida como si viviese en Berlín o París, dos estilos muy distintos pero que en Buenos Aires conviven armónicamente en cualquier evento cultural.
Hay un galgo tirado en el único sillón del lugar, el aire huele a empanada de carne y todo el mundo bebe vino rosado porque hace calor.
Carla toma notas en su celular porque siempre hace su tarea de escritora. Yo me pregunto: ¿Cuánto tiempo más voy a postergar todo eso que quiero hacer?
Intento anotar el nombre del poeta que acaban de nombrar pero llego tarde. Todo se me resbala de las manos, decido dejar ir y disfrutar de todas maneras.
En una pared hay un poema de la poeta uruguaya Idea Vilariño pintado con aerosol blanco. En otra, la pregunta: “¿qué necesitás olvidar?” pintada al lado de un matafuegos y pienso que si estuviéramos en un museo de arte moderno todo eso valdría unos cuantos millones de dólares.
Un chico progre, inteligente, con una musculosa pegada al cuerpo y la camisa abierta. No me mira, no mira a nadie, no sé si se mira a sí mismo. Los demás lo miramos. Operamos indignamente con los parámetros terrenales: tenemos curiosidad. Él levita. Nosotros nos preguntamos de qué signo será mientras intentamos disimular nuestras tareas de espionaje.
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Un señor pregunta qué pasa con la inteligencia artificial y los ponentes de la mesa se sumergen en un intercambio aburridísimo. Están hartos de hablar del futuro.
Quisieran estar oliendo una pastafrola, tomando un café con leche o conversando sobre el partido del domingo. En cambio, tienen que elucubrar sobre robots. Permutan algunas opiniones en las que predomina el hastío y, aunque nadie los escucha, todos aplauden al final.
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Nos despertamos el domingo y afuera llovía como llueve en las películas de Hollywood. El clima tiene esa cualidad democrática.
J. se despierta y decreta que necesitamos medialunas. Baja y las compra. Yo, mientras tanto, pongo el agua para el mate en una coreografía costumbrista. Nos quedamos en la cama y ponemos un capítulo de algo.
Una bandeja floreada hecha de un material que no reconozco sostiene todos los elementos del domingo. La heredé de mis abuelos y siempre me gustó, desde los 10 u 11 años, cuando nada de lo que me rodea en esta escena existía, ni me sabía la futura dueña de semejante tesoro —una bandeja nunca es solo una bandeja cuando le perteneció a alguien que quisimos tanto—.
Los objetos viajan en el tiempo y eso siempre me aturde cuando lo pienso. Estamos atravesados por varias líneas temporales, como dijo Carla el otro día mientras mirábamos un colibrí, citando a alguien que otra vez no llegué a anotar.
Por alguna regla universal inexplicable, esas líneas temporales tienden a tocarse los días domingo. Las vidas que fueron, las que están siendo y las que serán; confluyendo en la tarde más tranquila y lluviosa del mundo, como si nada estuviera pasando.
Hasta el próximo jueves 🔥
❤️ qué necesito olvidar, puf. Me hizo acordar a mi top 3 de pelis preferidas “eterno resplandor de una mente sin recuerdos”, se podrá borrar algún recuerdo pero ¿La emoción se podrá borrar?
Gracias x esta hermosa entrega. Ya estoy al día 🥰
Yo hago mi tarea de escritora porque tú me llevas a los mejores sitios. No lo postergues. O sí. Pero no tanto. Estamos al otro lado❤️🫡