“Debí tirar más foto’ de cuando te tuve
Debí darte más beso’ y abrazo’ las veces que pude
Ojalá que los mío’ nunca se muden
Y si hoy me emborracho, pues que me ayuden”
Conejo malo, PR
Enero tiene eso de que uno no sabe bien dónde encajar las derrotas. No está claro si pertenecen al año que acabamos de despedir, si es que las llevamos pegadas en la espalda – intuyo que sí, al menos las mías tienen ventosas– o si hemos decidido, colectivamente, fingir que nunca existieron. Ya sabemos que esto último deja secuelas – ¿hay algo que no deje secuelas?–.
No poder escribir es algo terrible, y hace dos semanas que abro documentos de Word en donde escribo dos líneas, doy varios “enter”, vuelvo a tipear dos o tres ideas sueltas, y miro el documento con la sensación de que alguien me ha despojado de una herramienta vital.
Ya no sé cómo hacerlo.
Mi enero está lleno de silencios. Y no son silencios agradables, sino un mutismo que me tiene subyugada, tedio tal vez. Hace tres años escribí un texto que diferenciaba el silencio fueguino – por la provincia argentina de Tierra del Fuego– del silencio japonés. Decía un par de cosas interesantes, todas ellas bastante pretenciosas —el texto nunca vio la luz, a veces es mejor perder—.
En cualquier caso, ahora estoy privada de la palabra y soy incapaz de contestar a preguntas sencillas y bienintencionadas como: ¿Qué tal tu nuevo trabajo? o ¿Cómo te fue en el viaje?
Me molestan, como si fueran un insulto o una intromisión. Me volví alérgica a la burocracia conversacional.
Mis respuestas son el equivalente a pasar un rastrillo metálico por el cemento pelado: no hay nada ahí, y además suena horrible.
Es como si solo pudiera hablar de las cosas que de verdad me importan – y ni siquiera estoy segura de cuáles sean–. Hay un pasaje en “La clase de griego” de Han Kang que dice:
Hay inevitablemente algo dudoso e insatisfactorio en toda argumentación lógica, ya que son como una red de la verdad y la mentira a través de la cual escapan los sufrimientos, arrepentimientos, obsesiones, tristezas y debilidades del ser humano, dejando solamente una serie de axiomas como un puñado de oro en polvo.
Una red de la verdad y de la mentira. Supongo que necesito un respiro y conversaciones que no dejen afuera lo más elemental.
*
Esta semana fui al teatro a ver Medida por Medida, una obra de Shakespeare adaptada a través del humor. Solo puedo decirte que es impresionante, y que si estás por acá vayas a verla y me cuentes qué te pareció después.
A menudo me olvido de que vivo en Buenos Aires, de que existe la Calle Corrientes y que de noche es un lugar maravilloso –no despojado del necesario peligro de todo lugar que valga la pena–, con su mística y su decadencia, con un talento que da ganas de arrojarse al arte y dejar ir todo lo que no tenga que ver con la entrega genuina.
Al teatro le siguió una cena con gente con la que extrañaba reírme y conversar, y una secuencia singular que involucró a una turista china perdida en la calle Montevideo sin saber dónde pasar la noche por un error de Booking —y quién sabe qué más—. Supongo que todavía tengo cosas por descubrir en el lugar que me vio nacer.
También cené con Inés y con Carla. Tomamos vino rosado como dicta el protocolo para los días de más de 30 grados, elegimos un CD del Trío los Panchos para musicalizar el lugar y pedimos varios platos para compartir. Inés hace música y escribe, y está siempre involucrada en cuestiones interesantes. Hace poco sacó su primer tema y yo lo escucho mientras patino, mientras cocino, mientras me ducho y mientras camino a la verdulería.
La cena duró tres horas e involucró la toma de un ibuprofeno 400 al inicio y un cigarrillo al final – un resumen grotesco de la etapa de la vida que atravesamos–. Conversamos sobre las deudas escénicas – esas ganas de subirse a las tablas y hacer cosas–, de los magos que bendicen con buenos augurios, los problemas de cervicales, un potencial viaje a Watamu; y los trabajos y sus pasiones – o la falta de ellas–.
No hablamos del amor. Eso fue un alivio.
Seguimos.
*
Dejar de querer es algo inmundo. Que te dejen de querer es intragable.
Conozco gente, bastante gente, que no conoce el desamor —o tienen esa historia bien guardada—. A mi me resulta inverosímil quedar indemne de semejante tsunami pero, efectivamente, hay quienes desde siempre y para siempre, han sido correspondidos. Yo, definitivamente, no formo parte de ese grupo.
Leí Teoría de la Gravedad hace uno o dos veranos y todavía no me recupero de la precisión casi cruel con la que Leila Guerriero describe el desenamoramiento. Dolorosa de leer para cualquiera que haya estado cerca de ese desierto —de uno u otro lado—:
Instrucción 9
Debe pasar muchos días silenciosa, vuelta hacia adentro como un abrigo puesto al revés, sin entender qué le sucede. Cuando en su trabajo la feliciten por el proyecto que dirige diga “gracias”, siéntase entusiasmada, conserve por un minuto la esperanza de estarlo. Después, perciba cómo el desánimo cae otra vez sobre usted como una manta húmeda. Un día dígase: “Antes era distinto”.
Sienta, inmediatamente, que nunca hubo antes. Que el presente es lo que siempre ha habido y lo que siempre habrá: una manada de días iguales, usted y él en un departamento hermoso, entre muebles hermosos, paseando los fines de semana en un auto hermoso. Cuando la asalten recuerdos dispersos –usted y él riendo en un bar, bailando–, aléjese de ellos como de cuchillos infectados.
Piense: “en algún momento se va a dar cuenta, me va a preguntar qué me pasa”. Día tras día, continúe muda. Su voz, un alambre torcido, apenas servirá para decirle: “¿Cómo te fue?”.
Una noche, durante la cena, intente una conversación. Apenas comience a hablar, comprenda que ni siquiera sabe qué decir. Sienta que usted misma se ha traído hasta aquí y se ha transformado en esto que es: alguien con una vida feliz perfectamente infeliz.
Hasta el próximo jueves 🔥
TAN identificada con lo de que no me interesa la small talk. hablemos de dramas.
Así andamos algunos. Es enero. Es el invierno. Está bien. Es así.