Somos cuatro en un auto, no nos conocemos demasiado.
El año pasado nos veíamos una vez por semana en un living del barrio de Villa Crespo en donde hacíamos taller de escritura. Todas escribimos y entendemos, de alguna manera, que hay en eso un rescate. Las edades y las historias difieren, pero ahora compartimos un viaje.
Vamos camino a la Costa Atlántica a pasar tres días en una casa pintada de azul, como la que compartían Frida Kahlo y Diego Rivera en el barrio de Coyoacán, en las afueras de la Ciudad de México.
Son las 7.30 de la mañana. Subidas al auto tomamos mate y hablamos de cosas: de la importancia del pacto ficcional, de ese libro nuevo, de una serie que nadie vio, de una cita mala y otra buena, de la muerte y el trabajo – de ese coqueteo–, de una hermana y un amor. No son ni las diez de la mañana pero los autos y los viajes largos pueden ser ajenos a los horarios y los protocolos.
En algún momento llueve a cántaros, llueve tanto que no se ve, tanto que hay que parar y que no se puede salir del auto. Llueve y no nos importa, compramos café y medialunas, seguimos hablando de alguna cosa. Vamos a la playa.
El año pasado en ese living no nos hablamos, más allá de las consignas, por muchos meses. Leíamos lo que habíamos escrito en voz alta, cosas que muchas veces hablaban de nuestras vidas, de las vidas de la gente que queríamos o dejamos de querer —y viceversa—. Nos dábamos devoluciones –decíamos “esto funciona”, “esto es inverosímil”, “me gusta la honestidad del texto”—, a veces tomábamos cerveza y con el pasar de las semanas fuimos a cenar después del taller a una pizzería de Chacarita con la mejor fugazzeta de todo Buenos Aires.
En ese living lloramos alguna vez, reímos muchas, tal vez nos enojamos pero no lo dijimos. Yo llegué a ese lugar en el peor momento de mi vida, al borde de todo y buscando alivio. Creo que nunca lo supieron –hasta este momento, en este auto, en donde se dicen tantas cosas–.
Después de cuatro horas de viaje, llegamos.
La casa es agradable y está en el medio de un bosque de pinos. Hay un aroma perfecto y un silencio que inquieta de noche pero que a la mañana da paz. Vamos a la playa a tocar la arena, ese ritual de los lugares costeros. No hay viento y nos resulta un pequeño milagro porque en estas latitudes el viento es una constante huracanada que uno aprende a soportar. Nos sacamos las medias y las zapatillas, hundimos los pies en la arena ya helada y conversamos hasta que hace demasiado frío y vamos al supermercado a comprar un par de botellas de vino y algo para comer.
Salimos de hacer las compras y empezamos a caminar hacia la casa. Inmediatamente empezó a llover mucho, muchísimo, de nuevo. Tenemos poca batería en el celular, nos equivocamos de camino, está oscuro. Nos reímos, muertas de frío, empapadas, cargando bidones y verduras que se convertirían en una cena inaugural. La primera noche, bíblica.
A la mañana desayunamos en el bosque en cuatro sillas blancas de plástico como las que aparecen en la portada del último disco de Bad Bunny y ahora ya significan una cosa distinta para siempre. Tomamos café de filtro en tazas de diferentes colores y por los árboles altos se cuela el sol. Hay olor a Pino, escuchamos Cat Evans y hablamos bajito para no despertar a las que todavía duermen. De vez en cuando nos quedamos en silencio con los ojos cerrados y sentimos el sol en la cara, y el olor a pino y a café y el silencio que en realidad son mil pájaros y las copas de los árboles crujiendo a merced del viento.
Más tarde llegamos a la playa, esta vez con sol. Llevamos libros y pareos, y buzos para más tarde y mate. También un juego de cartas que no conozco pero me entusiasma. Nos reímos una y otra vez del mismo chiste dicho de mil formas. Lo exploramos desde diferentes ángulos, de alguna manera lo perfeccionamos.
Tomamos sol y nos contamos la vida. No hay otra cosa que eso. Compartir tiempo con gente nueva es conocerse un poco más a uno mismo, un poco mejor.
No conocen mi vida, la escuchan por primera vez. Hay cosas que no cuento hace tanto tiempo que ya casi olvido. A menudo siento que es repetir demasiado, que yo misma no me acuerdo bien –¿de verdad yo hice eso?—. Estuve acá y allá, hice esto y aquello. De repente me acuerdo de que tengo mil vidas, de que contarlas, de vez en cuando, no está nada mal —es recuperarlas—. Después de todo, son mías.
Me había olvidado de tantas cosas.
También escucho las suyas. Familias distintas, profesiones que conozco poco, historias de desamor y proyectos; cosas que leen y piensan. Me pierdo en ese universo que es un poco como el auto cuando el viaje es largo y la conversación se pone buena.
Arrastro el libro de Caparrós por mil playas. Es enorme, fascinante, intransportable; y yo leo como un caracol. Encuentro algo que dice sobre el mate y me gusta, lo marco para leérselo a las demás más tarde:
La globalización es, sobre todo, el proceso de unificación cultural más extraordinario que la historia recuerda. Últimamente todos escuchamos la misma música, bebemos las mismas aguas con burbujas, comemos las mismas tortas de carne picada dentro de un pan blando (...). Por eso es tan extraordinario que una pequeña tribu persista en un rito que nadie más practica. A los habitantes del río Paraná nos gusta chupar un fierro calentito para que el agua que ponemos en un zapallo vaciado y agujereado salga con el gusto de una yerba que le metemos dentro: un líquido amargo que nadie más entiende, un rito de compartir que no comparte nadie.
El mate es uno de esos escasos usos que contrarían la lógica capitalista: ni se expande ni muere sino todo lo contrario. Y claro que intentaron difundirlo. La yerba mate tiene todo lo que necesita un producto en estos días para crear su mito: un origen lejano y natural, una historia aborigen, propiedades orgánicas, un manto de misterio, el gusto transgresor (...).
A la noche cenamos en un lugar que parece salido de 1985, no hay nadie más en el restaurante. Nos atiende alguien con el corazón roto y una historia de vida que me da curiosidad. Pedimos cuatro margaritas porque nos dice que vale la pena, nos sugiere también un par de platos, le hacemos caso.
Al día siguiente armamos los bolsos y volvemos a desayunar sentadas debajo de los árboles. Sentimos que estamos ahí hace mucho tiempo y que nos quedaríamos un rato más.
Ya subidas al auto, de nuevo el tiempo se vuelve endeble y quedamos aisladas del mundo exterior; escuchamos a Mercedes Sosa y a Miranda, cantamos y pensamos que nos quedan mil planes por hacer.
Ojalá que así sea porque siempre me gustaron los comienzos.
Hasta el próximo jueves 🔥
Que planazo!
❤️ que hermoso!!!! Nos llevaste de viaje con vos. Gracias x compartirlo, como el mate 😉